Por Héctor Juárez
Es imposible hablar de alguna banda que en sus letras critique al gobierno y a su sociedad y que no caiga en las garras del mainstream. Al principio todo es alzar el puño o la voz y exigir, apoyados por una buena cantidad de seguidores, una mejor calidad de vida. Y al hacer esto se vuelven una válvula de escape para todas esas personas (sobre todo jóvenes) que buscan formas de sentirse apoyados e identificados con alguien que piensa igual que ellos, con la diferencia que los otros (los músicos) están en un escenario y pueden hacer que su mensaje llegue a miles o millones de seres que comparten su mismo descontento.
La segunda etapa es cuando las grandes disqueras se dan cuenta que ciertas bandas tienen un impacto mayor por su mismo discurso político y social. Se les ofrecen una buena cantidad de dólares, giras, discos, pero los autores de esta “música de protesta” juran que su ideología y sus intereses seguirán firmes como al principio. Pero más temprano que tarde, las bandas o sus líderes se encargan de echar a la basura toda esa credibilidad y esperanza que aún quedaba, y se empiezan a contaminar de la superficialidad de la música comercial. La última y más triste etapa, es cuando la música de estos artistas se vuelve de consumo
regular, gustándole igual al fan de la música disco, que al seguidor del rock y permitiendo que sus canciones aparezcan en comerciales de marcas de ropa, refrescos o cualquier producto que no tiene nada que ver con la idea original.
Es por esto y otros factores, que la combinación música y política resulta en un producto que suele ser bueno y novedoso en un principio, para volverse en algo dulce y accesible, ya que si quieres vender no puedes morder la mano que te da de comer.